Inútil es luchar contra los deseos del corazón. Lo que quiere lo compra con el alma
Heráclito
R esponder a las gesticulaciones del tiempo, a la inercia de las veinticuatro horas, a la sonrisa de cualquier niño, a la sombra del final, son maneras de estar en la vida. Son trozos de experiencia, circuitos emocionales que nos envuelven, nos acarician, nos ligan, nos atan, nos anudan, nos estiran y abandonan llegado el momento. Pienso en lila y en otros colores que no pueden ponerse en una palabra o en muchas aunque usemos un tercio del diccionario.
Así son los afectos, se sienten en algún lugar del cuerpo: en un brazo, en la mejilla, cerca y detrás del oído, en el ombligo, en la espinilla, las corvas y el final de la espalda. Tienen su sitio y una descripción de acuerdo a quien lo diga pero no hemos atinado en la palabra que los materialice. En dichos momentos evoco la imaginación de mi amiga Eugenia y su facilidad para inventar palabras cuyo sonido refleje la sensación o lo más cercano a cualquiera de ellas. Un lenguaje que no es más que la objetiva presencia de algo que rebasa lo relativo, es casi intangible, paradójico, inaccesible, como el viento en las manos, y sin embargo se siente y se experimenta, cosquillea y puede llegar a seducir o torturar. Quizá los médicos lo llamen somatización. No sé. Hace tiempo que algunas palabras me quedan chiquitas, me saben ambiguas, lentas o apresuradas para las cosas del alma que se sienten en cuerpo. Ausencia y falta de presencia no atinan a describir lo que va más allá de esto. Sonrisa y alegría son a veces tan poquito para lo que se siente no sé si en el pecho, la espalda, la nariz y los ojos y no se diga los dedos chiquitos de pies y manos. Sin embargo vida y muerte me parecen incomprensibles. No sé de qué vientre provienen, o si algún alquimista las proceso en aquellos años oscuros en los que se pensaba que el oro podría salir de sus alambiques. Vida y muerte se me acumulan en los ojos, me inundan mis ratos de ocio esos que a veces acompaño con nueces. Vida y muerte se acurrucan en sus extremos y en el medio quedamos muchos. No sé si ya lo notaron. Por eso a veces cuesta escribir; escribir del mundo, ese mundo que corresponde a lo concreto, el que requiere esas negociaciones, el que es escenario de personajes que con sus hilos mueven en ocasiones nuestros ámbitos de acción. Todo eso queda como escenografía en un foro de individuos en su individualidad. En el convenio de sus sentires y sus experiencias, en la administración de los desafectos y las tribulaciones, particularidad única de nosotros como animales racionales. Así que basilisco, rosetón, gárgola y otras más, eran adjetivos para cuando estaba uno enojada, hecha un energúmeno, displicente o enfurruñada; entonces la metáfora o la imagen mental sustituían en mi infancia, esa laguna de significado oficial relacionado a tan rimbombantes palabrotas. Sin embargo muchas veces somos las palabras, o nos vemos ocupadas por su carga interpretativa. Quizá el contexto y el tono las recargan o las desahogan de un peso que va detrás de lo que vemos en un gesto, en una ceja levantada, en una sonrisa a medias, en un ademán, en una mirada, en un silencio. Y luego, cuando ese vacío que ocupa el lugar en donde hubo una persona se establece entre nosotros, quedan sus palabras, las que lo definían, las que contribuyeron a que fuera quien fue, a que lo viéramos como lo vimos o sentimos. Pero más allá queda algo que no son, ni serán palabras. Algo que aún no podemos nombrar pues será que falta aprender un poco más sobre el vocabulario del espíritu. Ése que el alma guarda dentro y que se deja sentir sólo en raras ocasiones. Por eso a veces cuesta trabajo escribir
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